Cuando “los mercados” tienen problemas, como los primeros días de agosto de 2007, no se les deja que “libremente” los solucionen, como cuando tienen grandes beneficios y entonces, sí que se reparten los dividendos “libremente”. Cuando se produce una crisis en los “mercados” (eufemismo para designar a las grandes corporaciones multinacionales) aparecen las instituciones públicas que, con nuestros impuestos, inyectan enormes sumas de dinero para mantener su liquidez y los políticos más señalados y los dirigentes de esas instituciones hacen declaraciones públicas para calmar y serenar la crisis. ¿Por qué no salen cuando hay despidos masivos por parte de esos mercados? ¿Por qué no utilizan nuestros impuestos para solucionar los problemas que nos causan a los trabajadores y trabajadoras esos mercados que se “deslocalizan” a países donde las condiciones laborales son todavía más degradantes e infrahumanas?
En la primera quincena de agosto se inyectaron 24.000 millones de dólares a los mercados en EEUU y 95.000 millones de euros a los europeos, obtenidos de los impuestos públicos. El presidente de EEUU, salía rápidamente a hacer declaraciones que “calmaran” la crisis en el negocio de las hipotecas de alto riesgo. Yo también pago en agosto una hipoteca. ¿Quién me va a inyectar alguna ayuda para pagar mi hipoteca? ¿Por qué a mi se me deja “libertad” para pagar mi hipoteca? Si no pago me embargan mis bienes. Pero a las grandes empresas y firmas hipotecarias no se les deja esta “libertad”. Porque, incluso aunque quiebren, nunca más se vuelve a saber del dinero que “desapareció”. Si no, que se lo pregunten a las compañías responsables de los últimos escándalos financieros en nuestro país o a los últimos directivos que han pasado por la cárcel. Es más, se le reclama al Estado que se haga cargo de esas deudas a cargo, como siempre, de nuestros impuestos.
Como ya advertía Kenneth Galbraith (1992) “cuando se trata de los empobrecidos, la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudique al ciudadano el que se salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no”. Por eso molesta tanto en occidente que Venezuela destine el dinero público para los más empobrecidos y que se “despilfarre” el dinero con las personas necesitadas, en vez de “invertirlo” en las compañías trasnacionales que generarían más beneficios..., para los de siempre, claro. De ahí que se acuse al presidente de Venezuela de practicar “populismo” y de despilfarrar el dinero público.
No hay “mercados libres”, salvo en la economía imaginaria. Cuando algunos políticos y medios hablan de libertad de mercados lo que menos existe son mercados libres, ya que todos los mercados son intervenidos, controlados, de tal forma que cuando se habla de libertad de mercado lo que se está diciendo es que no los controle el poder político, el sector público, sino que los controlen unas cuantas multinacionales, o los grandes centros de poder económico.
De hecho, esa supuesta devoción por el laissez faire, por el dogma del “libre mercado”, por este nuevo fanatismo religioso, desaparece cuando los intereses de los beneficiarios de la globalización se hallan en peligro. No sólo con la protección de las grandes compañías financieras cuando aparece una crisis, sino en todos los ámbitos: nos encontramos con políticas proteccionistas para los productos agrícolas y textiles, con subvenciones públicas a las empresas que han cometido errores desastrosos para evitar su quiebra y el despido de cientos de trabajadores y trabajadoras y con políticas militares de financiación a empresas de armamento. En todos estos casos se ha olvidado el libre mercado.
Son esas mismas corporaciones, que exultan la ideología neoliberal exigiendo la liberalización y la imposición de estrictas limitaciones a la intervención pública, en caso de despidos laborales o derechos sindicales, las que quieren y esperan de los gobiernos “asistencia social” en forma de rebajas fiscales o subvenciones, encauzando hacia ellas el dinero de los impuestos de todos y todas; una asistencia que, al contrario que los subsidios a la ciudadanía, exigen que se mantenga.
La doctrina del mercado libre se presenta pues, como plantea Chomsky (2001), en dos variantes: a) la doctrina oficial que se aplica a los estados y pueblos empobrecidos y que éstos tienen que aplicar estrictamente; y b) la doctrina extraoficial que “realmente existe”, es decir, aquella que considera que esa disciplina de mercado, aunque es buena y aplicable para ellos, no lo es para nuestras empresas, salvo por conveniencias momentáneas, pues tácitamente, las personas creyentes en el mercado equiparan sus intereses económicos particulares al bien común.
Indagando en esta “teoría del libre mercado que realmente existe”, un extenso estudio sobre las corporaciones transnacionales de Ruigrock y Van Tulder (1995) descubrió que “prácticamente todas las mayores firmas mundiales habían conocido una decisiva influencia de las políticas estatales y/o de las barreras comerciales sobre sus estrategias y posiciones competitivas”, y que por lo menos el 20% de las que aparecen en el ranking de la revista Fortune, no habrían ni sobrevivido como sociedades independientes de no haber sido salvadas por sus respectivos gobiernos, socializando las pérdidas, es decir, haciéndose cargo de ellas el Estado cuando tuvieron problemas.
El mismo estudio señala que la intervención estatal ha sido la regla más que la excepción durante los dos últimos siglos. La producción aeronáutica civil está hoy fundamentalmente en manos de dos sociedades: Boeing-McDonald y Airbus, cada una de las cuales debe en gran medida su existencia y su éxito a subvenciones públicas en gran escala. La misma pauta prevalece en los ordenadores y en la electrónica en general, en la automoción, la biotecnología, las comunicaciones, en realidad en prácticamente todos los sectores dinámicos de la economía. Sin estas y otras medidas extremas para interferir el mercado, es dudoso que las industrias del acero, del automóvil, de las máquinas herramientas y de los semiconductores hubieran sobrevivido a la competencia japonesa, o fueran capaces de avanzar con pie firme en las tecnologías emergentes.
En el nuevo análisis neoliberal el Estado reaparece como reasignador de los recursos a través del aumento de los gastos de defensa y de seguridad, y de las ayudas a las empresas y sectores en crisis. Sólo son partidarios de la libertad económica cuando las cosas van bien para ellos pero demandan muletas públicas cuando van mal.
Los mecanismos de protección de este “mercado libre” son muy variados y persistentes. La imaginación, en estos casos, parece no tener límite. No parecen ser algo coyuntural, sino claramente estructural. Una de las formas de protección más extendida es la dotación de ingentes recursos del erario público a la industria militar, desarrollada por empresas privadas. Durante los últimos seis años, más del 40% de las compras del Pentágono, es decir, un total de 362.000 millones de dólares, fueron realizadas sin licitación pública competitiva alguna, es decir, de una manera monopólica entre el complejo militar-industrial y la clase política.
Actualmente, alrededor de la mitad del presupuesto del Pentágono es manejado por empresas privadas que son supervisadas por otras empresas privadas, mientras el control a través de funcionarios del Estado está siendo reducido sistemáticamente. El Estado ya sólo sirve para repartir el dinero público entre el gran capital bélico, “supervisado” por las empresas privadas de contabilidad. Pero, los beneficios son mutuos. Desde 1998 a la fecha esas empresas han aportado 62 millones de dólares al Partido Republicano, comparado con 24 millones para los Demócratas (Dieterich, 2004). Igualmente, la “guerra de las galaxias” ha sido vendida al público como “defensa” y a la comunidad empresarial como un subsidio público para tecnología avanzada. Por eso no es sorprendente que el sistema general de subsidios favorezca a las grandes explotaciones, ya que las ayudas están ligadas a la extensión y a la producción. La Comisión Europea admite que el 80% de las ayudas agrícolas las acumulan el 20% de las explotaciones.
En Francia, apenas el 0,6% de la población total recibe las tres cuartas partes de las ayudas, y en España siete grandes familias terratenientes cobran tantas ayudas de la Unión Europea como 12.700 pequeñas explotaciones. En 2002 percibieron 14 millones de euros en subvenciones agrícolas: cantidad equivalente a la renta anual de 90.000 mozambiqueños. El multimillonario príncipe Alberto de Mónaco, recibe subvenciones millonarias destinadas a la agricultura, denunciaba en noviembre de 2005 Intermon-Oxfam. Estos subsidios provocan un dumping (venta por debajo del coste) en el mercado mundial. Y estos subsidios a los grandes terratenientes los pagan nuestros impuestos.
Estos mecanismos de asistencia social para la gente rica es lo que se ha denominado “socialismo para los ricos” que consiste en salvaguardar a las grandes empresas de la “disciplina del mercado”. Mientras, los países empobrecidos y las gentes indefensas son las adoctrinadas en el estricto dogma del “dios mercado”.
El problema es que cada vez la población en general se lo va creyendo más. Están consiguiendo ganar la batalla del sentido común, colonizando nuestro pensamiento e incluso nuestro lenguaje y nuestra imaginación. Los grandes medios de comunicación a su servicio lo repiten una y otra vez. La clase política lo reitera constantemente en sus discursos. Parece que hoy en día, como dice Susan Sontag, declararse en contra del libre mercado es como afirmar que se está en contra de la maternidad. El combate no sólo se libra en la economía, también está en el discurso y en el pensamiento.
Enrique Javier Díez Gutiérrez.
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