Érase una vez dos exploradores que llegaron a un claro de la jungla donde crecían muchas flores. Pasmados ante tal belleza uno dice: “Un jardinero se ocupa de este lugar”. Pero el otro no está de acuerdo: “No hay ningún jardinero”. Montan sus tiendas y a pesar de realizar una vigilancia continua nunca llegan a ver al supuesto jardinero. “Quizá sea invisible”, piensan. Deciden instalar una valla de alambre de espino electrificada y patrullar el perímetro con perros policías, pues uno de ellos recuerda que en la novela El hombre invisible de H. G. Wells se le podía oler y tocar. Ningún grito les induce a sospechar que algún intruso ha recibido una descarga, ni ningún movimiento de la verja apunta a un escalador invisible. Los sabuesos nunca ladran.
Pero el creyente todavía no está convencido. “Es que hay un jardinero invisible, intangible, insensible a las descargas eléctricas, que no desprende olor… un jardinero que viene secretamente a cuidar el jardín que ama”. Al final el escéptico, desesperado, contesta: “¿Qué queda de tu afirmación original? ¿En qué difiere lo que llamas un jardinero invisible, intangible y eternamente elusivo de un jardinero imaginario o de ningún jardinero?” Esta historia del ex-ateo y filósofo norteamericano Anthony Flew ilustra perfectamente el problema. Según él, las afirmaciones religiosas que no se pueden comprobar objetivamente son afirmaciones sin sentido.
Miguel Angel Sabadell en Muy Interesante.
1 comentario:
Hola:
Obviamente me recordó el dragón invisible de Carl Sagan.
Saludos.
Bayo
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