miércoles, 30 de julio de 2008

El castillo 'endemoniado'

Montségur es una peña desolada, hermosa y tenebrosa al mismo tiempo, un bellísimo y sobrecogedor enclave en el Pirineo francés occitano. En lo alto de la roca aparentemente inexpugnable, pero que sin embargo fue violada por el ejército papal en el siglo XIII, hay un sobrio y sólido castillo que parece haber brotado de la misma piedra. Por lo general la gente cree que es el famoso castillo de los cátaros, el bastión final de la herejía, y así suele ser vendido por el sector turístico...

... En aquella época, la religión
impregnaba la vida y ser ateo resultaba algo impensable. De manera que todo ese movimiento de progreso, protagonizado por los burgueses y la nobleza provenzal, tenía que tener necesariamente una vertiente religiosa. Y los cristianos que encarnaron esa revolución fueron los cátaros, que eran asombrosamente avanzados para la época. Eran unos herejes muy intelectuales, muy racionales; tradujeron las Escrituras a las lenguas romances, para que todo el mundo pudiera leerlas; consideraban que adorar la Cruz, un instrumento de tortura, era algo perverso y rechazable; abominaban de todas las supersticiones, desde las reliquias (por entonces se vendían por doquier plumas de arcángeles y botellitas de leche de la Virgen) hasta las imágenes sagradas: “¿Por qué te prosternas ante esa estatua? ¿Olvidas que la ha tallado un hombre en un trozo de madera con una herramienta de hierro?”. Tampoco creían en la existencia del Infierno, del que decían que era un invento de la Iglesia para aterrorizar a la gente y mantenerla sometida a su poder. Pensaban que el mal del mundo había sido creado por el Diablo y que Dios era pura bondad, y, por consiguiente, se oponían a todo tipo de violencia; de hecho, los sacerdotes y sacerdotisas ni siquiera se permitían matar animales y eran vegetarianos. Mujeres y hombres eran iguales y ellas también podían convertirse en religiosas, es decir, en Buenas Mujeres, y aplicar el único sacramento cátaro, el consolament o imposición de manos, que servía de bautismo y de extremaunción. Como ya se ha dicho, vivían austera y pobremente de su propio trabajo y, al contrario que los remotos monjes de los poderosos monasterios, convivían en la ciudad con los vecinos, mantenían sus casas siempre abiertas y cuidaban de los pobres, de los ancianos y de los enfermos. Se diría que eran gente amable, sensata y tolerante.

Contra esa gente, contra esos religiosos y esos campesinos y esos burgueses y esos nobles feudales occitanos que creían en el catarismo y en otra forma de vida, Inocencio III convocó una cruzada en 1209. Por primera vez, un Papa decretó que matar cristianos podía ser algo gratísimo a los ojos de Dios y además merecedor de un suculento botín. Durante 20 años, hasta 1229, los ejércitos del Papa y del rey de Francia combatieron contra los condes de Tolosa, Raimundo VI y su hijo Raimundo VII, y contra el joven vizconde de Trencavel, Raymond Roger. Fue una guerra atroz en la que los cruzados escribieron algunas de las páginas más crueles de la historia de la humanidad. Nada más empezar el conflicto, en 1209, las fuerzas papales pasaron a cuchillo a toda la población de Béziers, unas 20.000 personas, niños y mujeres incluidos. La orden partió de Arnaldo Amalrico abate de Citeaux y legado del Papa: “Acabad con todos. Dios reconocerá a los suyos”, dijo el buen Arnaldo. Y después de la masacre, escribió gozosamente en su informe al Pontífice: “La venganza de Dios ha hecho maravillas: hemos matado a todos”. Luego empezaron las hogueras masivas para quemar vivos a los Buenos Cristianos. Como la de 1211 en Lavaur: abrasaron a 400 personas y tiene el amargo honor de ser la mayor pira del Medievo. El feroz Simón de Montfort, que capitaneaba a los cruzados, era un hombre especialmente aterrador: hizo marchar a una fila de cien hombres desde Bram a Cabaret, a cuarenta kilómetros de distancia. Les había sacado los ojos y cortado los labios y la nariz, de manera que los pobres desgraciados parecían calaveras. Al primero de la fila le había dejado un ojo, para que pudiera guiarles, y los demás caminaban apoyando una mano en el hombro de quien llevaban delante.

La guerra acabó en 1229 con la aplastante victoria de los cruzados, pero esto no pareció suficiente al poder eclesiástico, de manera que el papa Gregorio IX creo la Inquisición en 1231. Cuando los guerreros se marchaban de los pueblos llegaban los inquisidores, monjes dominicos que muy pronto fueron conocidos popularmente como domini canes o perros del Señor. Todos los habitantes occitanos, los chicos desde los 14 años de edad y las chicas desde los 12, estaban obligados a declarar ante los inquisidores, que fueron peinando la región en busca de herejes y cubriendo la tierra de macabras piras. Eran tan odiados como temidos, y el pueblo, desesperado, intentó un par de revueltas contra la brutal opresión. La insurrección más importante sucedió en 1242. El detonante fue el asesinato de dos inquisidores en Avignonet y la destrucción de sus actas. La gente, esperanzada con la muerte de los verdugos, se lanzó a la calle, y el conde Raimundo VII de Tolosa se alzó en armas, creyendo que el rey de Inglaterra le ayudaría en su lucha contra el Papa y el rey de Francia. Pero se equivocó y fue rápidamente vencido.

Y aquí regresamos a Montségur. El castro fortificado era el hogar de Raymond de Pereille, un viejo noble creyente del catarismo. Parecía un lugar imposible de ser tomado por las armas y allí se fueron refugiando a partir de 1230 cuantos albigenses pudieron escaparse de la persecución de los inquisidores, entre ellos el respetado Guilhabert de Castres, el obispo hereje de Tolosa. Pereille había casado a su hija mayor, Felipa, con el fogoso Pierre Roger de Mirepoix, que había sido, precisamente, uno de los caballeros que habían participado en el asesinato de los inquisidores en Avignonet. De manera que el Papa y el rey de Francia organizaron un ejército para acabar de una vez por todas con aquel último nido de herejes. En mayo de 1243, los cruzados sitiaron Montségur. En el castro vivían por entonces unas 500 personas, 200 de ellas Buenos Cristianos. Sólo contaban con 15 caballeros y 50 soldados; el resto eran mujeres y niños, aldeanos y campesinos. Los imagino allí, colgados del cielo, atrapados en su pequeño pueblo fortificado, escuchando el amenazador redoble de los atabales de guerra y contemplando a vista de pájaro, por las noches, el vasto resplandor de las hogueras del enemigo. Tan pocos y tan solos allá arriba. Con esas fuerzas ínfimas, apenas 65 hombres de armas, resistieron durante 10 meses el asedio y el ataque de un ejército de miles de guerreros.

Al fin, el 1 de marzo de 1244, viéndose perdido, Mirepoix negoció con habilidad una tregua de 15 días antes de rendirse definitivamente; pasado ese tiempo, saldrían del castro. Los herejes serían quemados vivos, pero a los demás se les perdonaría la vida, aunque tendrían que declarar ante los inquisidores. Durante esas últimas dos semanas esperaron inútilmente la ayuda imposible del conde de Tolosa. Luego, tres días antes de que acabara la tregua, y viendo que no había salvación posible, se tomaron las decisiones definitivas. Cuatro Buenos Cristianos consiguieron escapar del cerco con el dinero que poseían los herejes, una bolsa probablemente magra de monedas de oro y plata que se envió a los albigenses exiliados en Cremona y que fue el origen del estúpido mito sobre el fabuloso tesoro cátaro. A continuación, una veintena de personas que, por su condición laica, habrían podido salvar la vida pidieron recibir el consolament, para convertirse en Buenos Cristianos y acompañar a los religiosos a la pira. Sobrecoge pensar en la desnuda heroicidad de esa decisión, en su conmovedora solidaridad ante el suplicio. Entre estos héroes estaba Corba, la esposa de Raymond de Pereille, y su hija Esclarmonde, a la sazón muy enferma por los rigores del asedio. Además había cuatro caballeros; seis soldados, dos de ellos con sus esposas; un escudero, un ballestero, dos mensajeros, una señora, una campesina y un mercader. El 16 de marzo, todos ellos descendieron, zarandeados y empujados por los cruzados, la escarpada ladera de la montaña, hasta llegar a un amplio prado situado a los pies de la roca. Allí fueron introducidos en un corralón de madera que los sitiadores habían construido a toda prisa. Como no tuvieron tiempo para levantar tantas piras, les agruparon a todos dentro del cercado sobre la leña. Eran 225 personas. La inmensa hoguera ardió durante muchas horas y cubrió la comarca con su punzante y apestoso olor a sufrimiento y muerte.

Texto extraído de elpais.com, autora Rosa Montero.

Una manera muy expeditiva de eliminar las disidencias religiosas... Y Arnaldo estará en el santoral...


1 comentario:

Anónimo dijo...

Estaba leyendo tu entrada anoche, y me puse a investigar sobre montesegúr, fue una matanza terrible… una tragedia. Fue entonces cuando me puse a leer y encontré a un señor que es beato y esta en el santoral Pedro el ermitaño. Este ente fue el que hizo la primera cruzada, un verdadero hijo de puta, lo peor es que el tipito este vivió el resto de su vida como una persona respetada, a pesar de haber asesinado a muchas personas ‘en nombre de dios’.
Pienso asimov que estas cosas hay que contarlas, por que la gente es bastante ignorante, de hecho gracias a que vos publicaste lo de montesegúr me entere de esta tragedia, yo soy de Argentina y acá no es conocida esa tragedia.
Bueno ya te lo dije antes, y te lo repito de nuevo, soy una persona que esta convencida de que hacen falta más blogs como este!!!!
Te mando un beso, y seguí publicando cosas interesantes.
Gabriela.-

http://alimaniasateasalpoder.blogspot.com/