La oposición dogmática de ciertos credos religiosos a la racionalidad científica puede perjudicar seriamente la salud de sus adeptos.
En el momento de escribir estas líneas, leo en la prensa que el Sindicato de Médicos de Egipto propone prohibir los trasplantes de órganos entre musulmanes y cristianos. Las críticas han llovido sobre esta organización dominada por los Hermanos Musulmanes, el grupo fundamentalista islámico más antiguo del mundo, de origen egipcio. Caerán en saco roto, pues su religión les asegura la verdad. No vale ningún argumento, ningún experimento u observación, ya que su postura no está basada en pruebas, sino en una gran necesidad de creer. Lo decía Martin Lutero: “la fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento”. Eso lo aplican a la perfección los Testigos de Jehová y su oposición a las transfusiones de sangre porque, ¡oh, sorpresa!, la Biblia ordena no comer sangre. Y esto no ha sido lo único. Gracias a las coloristas formas de interpretar textos antiguos, sus fieles tuvieron prohibidas las vacunaciones desde 1931 a 1952, y los trasplantes de órganos desde 1967 a 1980.
Para la Iglesia Católica la muerte es “la completa y total separación del alma del cuerpo”. Quizá por ello, el Papa Pío XII se preguntó en 1957 si los médicos debían continuar con las técnicas de resucitación “a pesar del hecho de que el alma pueda haber salido ya del cuerpo”. Dejando a un lado el hecho de que si los facultativos católicos tuvieran que aplicar esta “definición” a la hora de certificar un fallecimiento lo tendrían bastante crudo, el planteamiento es ignorante y falaz al exigir como paso previo la creencia en ese algo indefinible que es el alma, de pura herencia helenística. De igual modo, los seguidores de religiones como el budismo zen o el sintoísmo creen que la mente y el cuerpo forman una única estructura, por lo que no se sienten muy a gusto con el criterio de que la muerte cerebral –el cese irreversible de toda función del cerebro– define la muerte.
¿Es que la Biblia, el Corán o algún otro libro sagrado legisla sobre estos temas expresamente? No, y eso es lo más curioso. Alguien coge unas líneas de textos escritos hace unos pocos miles de años y decide que deben interpretarse de este o aquel modo. Lo llamativo es que el valor de esa interpretación no reside en el peso de los argumentos y las pruebas, sino en la autoridad que sus seguidores han otorgado a unos cuantos teólogos y dirigentes. “En cuestiones de ciencia, la autoridad de mil no vale el humilde razonamiento de uno”, escribía Galileo. Vana ilusión. Lo expresó claramente el teólogo cristiano William Lane Craig en su libro titulado –¿irónicamente?– Fe razonable: “Si apareciese un conflicto entre la verdad fundamental de la fe cristiana y creencias basadas en argumentos y pruebas, entonces es el primero quien debe tener preferencia sobre el segundo, no al revés”. Y es que muchos seres humanos prefieren creer a tomarse el trabajo de investigar.
Fuente: Miguel Angel Sabadell, en muyintereante.es
En el momento de escribir estas líneas, leo en la prensa que el Sindicato de Médicos de Egipto propone prohibir los trasplantes de órganos entre musulmanes y cristianos. Las críticas han llovido sobre esta organización dominada por los Hermanos Musulmanes, el grupo fundamentalista islámico más antiguo del mundo, de origen egipcio. Caerán en saco roto, pues su religión les asegura la verdad. No vale ningún argumento, ningún experimento u observación, ya que su postura no está basada en pruebas, sino en una gran necesidad de creer. Lo decía Martin Lutero: “la fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento”. Eso lo aplican a la perfección los Testigos de Jehová y su oposición a las transfusiones de sangre porque, ¡oh, sorpresa!, la Biblia ordena no comer sangre. Y esto no ha sido lo único. Gracias a las coloristas formas de interpretar textos antiguos, sus fieles tuvieron prohibidas las vacunaciones desde 1931 a 1952, y los trasplantes de órganos desde 1967 a 1980.
Para la Iglesia Católica la muerte es “la completa y total separación del alma del cuerpo”. Quizá por ello, el Papa Pío XII se preguntó en 1957 si los médicos debían continuar con las técnicas de resucitación “a pesar del hecho de que el alma pueda haber salido ya del cuerpo”. Dejando a un lado el hecho de que si los facultativos católicos tuvieran que aplicar esta “definición” a la hora de certificar un fallecimiento lo tendrían bastante crudo, el planteamiento es ignorante y falaz al exigir como paso previo la creencia en ese algo indefinible que es el alma, de pura herencia helenística. De igual modo, los seguidores de religiones como el budismo zen o el sintoísmo creen que la mente y el cuerpo forman una única estructura, por lo que no se sienten muy a gusto con el criterio de que la muerte cerebral –el cese irreversible de toda función del cerebro– define la muerte.
¿Es que la Biblia, el Corán o algún otro libro sagrado legisla sobre estos temas expresamente? No, y eso es lo más curioso. Alguien coge unas líneas de textos escritos hace unos pocos miles de años y decide que deben interpretarse de este o aquel modo. Lo llamativo es que el valor de esa interpretación no reside en el peso de los argumentos y las pruebas, sino en la autoridad que sus seguidores han otorgado a unos cuantos teólogos y dirigentes. “En cuestiones de ciencia, la autoridad de mil no vale el humilde razonamiento de uno”, escribía Galileo. Vana ilusión. Lo expresó claramente el teólogo cristiano William Lane Craig en su libro titulado –¿irónicamente?– Fe razonable: “Si apareciese un conflicto entre la verdad fundamental de la fe cristiana y creencias basadas en argumentos y pruebas, entonces es el primero quien debe tener preferencia sobre el segundo, no al revés”. Y es que muchos seres humanos prefieren creer a tomarse el trabajo de investigar.
Fuente: Miguel Angel Sabadell, en muyintereante.es
2 comentarios:
Muy buena entrada. La disfruté mucho!
Gracias por tu visita y tu comentario.
salu2.
Publicar un comentario